Libros y cómic

Enrique Vila-Matas: "Más que ficción y ensayo, lo que hago es ficción y crítica literaria"

El escritor sigue ahondando en su condición de gabinete de literatura, un cánon en sí mismo

  • Enrique Vila-Matas, en una imagen de archivo.

VALÈNCIA. Los libros de Enrique Vila-Matas muchas veces acaban siendo un gabinete de lecturas, un cánon en sí. Una colección de citas de fuentes diferentes que acaban rimando para hablar de un tema concreto. En su último libro, Canon de cámara oscura (Seix Barral, 2025), lo evidencia a través de su protagonista, un androide que tiene como ritual escoger un libro de un cuarto oscuro y seleccionar citas para formar un canon propio, desviado de los lugares comunes.

La primera pregunta que se hace uno es qué ha llegado antes a los libros de Vila-Matas, si las citas que forman el canon o la narración. Pero entrevistarle es también una experiencia curiosa, porque como en su escritura, él mismo está lleno de citas e investigación. Él es, en esencia, una persona con consciencia literaria.

En esta entrevista, a veces las respuestas no casan del todo con las preguntas, pero eso ocurre porque Vila-Matas dispara en direcciones diferentes que hacen bastante más interesante lo que plantea en su respuesta que la intención de la pregunta. Y humildemente, solo queda aceptar y transcribir, con mucho cuidado de no dejarse una cita o escribir mal el nombre de la persona que lo escribió o lo dijo.

—¿Los fragmentos del canon son las primeras piezas que hacen el marco y luego vas encajando la ficción; o es al revés, partes de una narración y después incorporas lecturas? Dicho de otra manera: ¿Hasta qué punto son las lecturas las que moldean la ficción o la ficción la que moldea la selección del canon?
—Al principio, la idea era montar un canon con libros, pero eso es muy complicado. Lo que hice fue avanzar escribiendo escenas como la de la fiesta, que en el libro está muy transformada respecto a cómo era al inicio. Ahí aparece el interrogatorio sobre si el protagonista es o no uno de esos androides. Fui incorporando libros, comentarios sobre libros de la biblioteca... Y lo que sucede es que —como se suele decir cuando se habla bien de mí— yo hago ficción y ensayo, aunque yo creo que más bien hago ficción y crítica literaria. Y ahí está la clave.

En este libro, empiezo con la ficción, y el ensayo va entrando poco a poco, sin que se note, porque se mantiene una acción paralela entre la fiesta y la investigación sobre si es o no un androide. Es decir, hay narración. Y sí, claro que hay ensayo, pero hay quien ha dicho que podría haberme limitado a hacer un diario de lecturas. No es así. 

Me baso en una idea de Christopher Domínguez Michael, un gran crítico mexicano, probablemente el único que se ha dedicado profesionalmente a la crítica literaria —no sé si hay una figura así en España. Él hablaba de rescatar libros a través de la ficción, como hacía Borges: eliges autores olvidados y los recuperas mediante una narrativa. Ahí encaja todo. Por eso digo que lo mío es también crítica literaria. Elegir unos nombres y no otros es ya una forma de crítica.

—El libro empieza con esa amenaza para el protagonista de que los androides están siendo abatidos  porque se han humanizado demasiado y eso los convierte en un problema. Y el protagonista, con ese miedo a que se desvele si es o no un androide, ha escrito un libro. ¿Hasta qué punto eso prueba o no su nivel de humanización?
—Claro que lo prueba. Escribir le hace más humano; y al mismo tiempo, ese libro lo limita, porque tiene miedo a humanizarse demasiado y le podría costar la vida. Es una paradoja. El narrador también tiene ese miedo. Siempre me han preguntado por qué en mis libros ocupa tanto espacio lo literario. Es una pregunta rara para mí, porque es como si a un torero le preguntaran por qué ocupa tanto espacio el toreo en su trabajo. 

También me ha sorprendido siempre que se hable de "narración literaria", porque es una redundancia. A veces parece incluso una acusación, cuando en realidad lo que hago es rescatar una historia, una ligazón con la historia de la literatura —que no es la misma que la historia del periodismo.

  • Enrique Vila-Matas, en una imagen de archivo. -

—Cuando leemos o escribimos sobre lo existencial, muchas veces se acaba utilizando lo absurdo. ¿Crees que lo existencial lleva a lo absurdo como un mecanismo de defensa para quien lo escribe o quien lee? ¿O es que lo existencial, por su propia magnitud, es ya de por sí absurdo?
—Eso ha ido evolucionando en mí. Pero mira, hace tres días, justo antes de venir a València, un primo mío que es médico me mandó fotos de mi primera comunión y de la fiesta en casa de mis padres. Ahí me vi rodeado de adultos, de niños... Y tuve un o muy directo con lo que fui, con quién era yo. Y lo que vi en esas fotos fue exactamente eso: perplejidad. Esa perplejidad la mantenemos siempre. Y a medida que avanza la vida, aumenta. Con todo lo que pasa. Por ejemplo, escribí sobre un apagón de luz en Barcelona… y ha habido un gran apagón. Empiezo a pensar que todo coincide. En algún momento pensé: ¿no seré Dios? Lo digo en broma, claro. Pero es inquietante: todo lo que pasa parece que lo estoy decidiendo yo.

—De hecho, me viene bien que hables del apagón, porque la oscuridad es el gran pilar del libro.
—Sí, claro. Esa cámara oscura es el origen del libro. Fue la clave. Me preguntaban “¿de qué escribes ahora?”, y yo no tenía nada. Respondía con una frase de Blanchot: “de la oscuridad que se disimula y disimula la oscuridad verdadera que está detrás”.

—¿Cuál fue tu primera intuición sobre la oscuridad, esa idea que te permitió armar el libro en torno a ella?
—Que no tenía nada de qué hablar, ni nada que explicar. Entonces me enfoqué en la oscuridad. Una experiencia reciente me marcó: vi una obra de Philippe Parreno, que presentó una película que filmó en la Quinta del Sordo, la casa de Goya, que era pura oscuridad. La filmó de un modo que te sitúa en el lugar de Goya: sordo, loco, encerrado en una habitación tenebrosa.

Fui a verla en una sala pequeña del CaixaForum de Barcelona. Era un cine diminuto, y la película duraba una hora. La pantalla estaba tan oscura que no veía absolutamente nada. Confié en que, al terminar, encenderían un poco la luz, pero no lo hicieron. Y me quedé bloqueado por la oscuridad. Lo cuento como algo divertido, porque es curioso: me convertí en Goya, no podía salir. Pedí que me rescataran. Me abrí paso como pude cuando encendieron un poco. ¿Sabes por qué te explico esto? Porque tengo una percepción muy fuerte de esa oscuridad, se mete dentro de ti.

Otra cosa banal: hace años El País me pidió una lista de veinte libros preferidos. Tenía una casa muy pequeña, pero me inventé que había una habitación oscura donde guardaba esos libros favoritos. Siempre me pareció una idea muy tonta, un intento de parecer original. Pero con el tiempo, El Ciervo me pidió también una selección, y volví a usar esa imagen de la cámara oscura. A partir de ahí, seguí desarrollando la idea.

Y claro, la oscuridad es el reverso de la luz, que supuestamente es a lo que aspiramos. Pero hay mucha gente que no vive así, vive conscientemente en la oscuridad. 

—Incluso podría ser algo aspiracional no llegar nunca a la luz. Como si la luz como un objetivo impuesto.
—Exacto. Mientras hacía el libro, funcionaba mucho por azar, como el que elige un libro en una habitación oscura. Dependía de lo que leyera a primera hora de la mañana, o de algo que recordara de un libro conocido. Y claro, con Ovidio y La Metamorfosis, todo viene de la oscuridad. Como sabemos, el mundo empezó en la oscuridad. Me interesa mucho eso. Trabajo con un concepto, la oscuridad, y a partir de ahí surge algo.

—¿Por qué el personaje está rodeado de tanta ausencia, de tanta muerte?
—No lo sé contestar, pero en París no se acaba nunca hablaba la obsesión que tenía en París por vestir como un poeta maldito, de negro puro y duro. Hasta que descubrí que no hacía falta. No era necesario ir siempre de ese color. La elegancia no estaba en el negro, sino en la actitud. 

El poeta maldito hoy, por ejemplo, es aquel escritor que no es citado. Trabajo mucho con citas y recupero a escritores malditos que no tienen por qué suicidarse; pueden ser felices y aun así ser considerados malditos por otras razones.

Dalí decía —me lo contó en una entrevista que le hice para Destino— que los modernos de mi generación no debían preocuparse por no ser modernos del todo: “Ya lo son, desgraciadamente”. Pensaba que sería más interesante cuanto más triste pareciera. Hay otra frase de Bioy Casares que lo resume: “En mi juventud, en Buenos Aires, suicidarse era muy elegante”.

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—Cuentas en Regreso al tapiz que se dispara en muchas direcciones que hubo un momento en el que te diste cuenta de que Bartleby y compañía podía ser un libro infinito, y eso es precisamente lo que generó la sensación de poder acabarlo. Pienso que el resto de tu literatura no deja de ser esa infinitud de Bartleby y compañía, a través de la figura del escritor fracasista.
—De hecho, el canon de este libro iba a tener 71 títulos y al final hay 35. Y en parte fue por el descubrimiento, o redescubrimiento, de que lo mejor para este libro era que terminara, que fuera breve. Aunque es intenso, preferí que fuera breve en cuanto a títulos, porque la biblioteca se imponía demasiado a la trama. Y por eso he descubierto que se parece al Bartleby y compañía: como hago una obra continua, no me parecía que este libro significara la resurrección del otro.

Y cuando terminé el libro, empecé a notar que quería seguir escribiendo. Todo lo que me pasaba podía añadirse al libro. Como la historia de 'Bobi' Bazlen, que no publicaba pero lo leía todo. Se cuenta en El estadio de Wimbledon, una novela que me gusta mucho de Daniele del Giudice: Butler, como no escribía —o escribía muy poco—, se dedicaba a enredar en la vida real: separaba parejas, conseguía cosas, y complicaba la existencia de los demás, quizá por aburrimiento.

—Da la sensación de que hay una preocupación muy transparente en ti por el impulso mismo de la escritura.
—Sí. Cuando escribía el libro no teorizaba demasiado, me limitaba a ver lo que contaba y cómo podía interpretarse. Ahora, en cambio, gracias a las entrevistas, he empezado a articular ideas sobre lo que podría decir del libro si tuviera que hacer un ensayo breve o dar una conferencia.
En realidad no quería contar nada muy complicado. Mi vida es bastante sencilla: por las mañanas suelo escribir, normalmente estoy en casa, y el impulso me llega de una lectura, algo que me gusta o que ya sé que me gusta. Leer me lleva a una especie de ansia por ir al escritorio y trabajar. Es pura pulsión, pulsión literaria.

—El reverso de eso nace también en Bartleby y compañía, ese miedo a leerlo todo y no escribir nada. ¿Cómo lo vives tú?
—A mí me lleva a escribir. La coartada que tengo para hacerlo es que investigo por qué he dedicado mi vida a la escritura, y porque existe esa pulsión tan fuerte en mí. Con ese pretexto hago libros que también investigan el sentido de la vida, que es para mí el mismo que el de la escritura. 

Esa pulsión ha cambiado con el tiempo, no es algo fijo. Ahora me pasa algo parecido a lo que cuenta John Banville, que no podía apartarse de su escritorio. Decía que cuando llegaba el fin de semana, con las obligaciones familiares tenía que pasar por humano. En realidad, donde él estaba bien era en el escritorio. Y esa es una sensación que conozco. Algunas obligaciones sociales están bien, pero otras me aburren, porque me siento mucho más entretenido escribiendo.

—¿Y cuánto piensas en el lector cuando escribes? ¿O estás tan enfrascado en tu investigación que eso aparece solo después?
—No pierdo de vista que el texto se va a leer. Hago concesiones, claro, y a veces me expreso de forma más accesible para no volverme oscuro. Porque si no hubiera lectores, quizás haría algo ilegible. No lo indecible, sino lo ilegible.

—¿Y cómo llevas esas concesiones? ¿Con deportividad?
—Sí, son concesiones mínimas, como esta que te decía. Hay gente cercana que ya de por sí acepta lo que hago, pero tampoco en exceso. La que yo cuento es una historia teórica sobre lo que hay que contar, y muchos no lo soportan.

—De hecho, es una gran cualidad del escritor saber medir, mientras escribe, la paciencia de sus lectores.
—Una vez me encontré con un amigo muy inteligente en Barcelona, no me leía mucho porque estaba con Jünger y demás. Un día me paró y me dijo: “El otro día leí una página de tu libro y me pareció excelente”. En cuanto llegué a casa, busqué esa página, lo leí y no supe qué tenía para que le hubiera gustado tanto.
Otra vez, Jorge Herralde también me dijo una vez que había algo concreto que le había gustado mucho, y volví a casa e intenté escribir para él. Que es el colmo: escribir para el editor. Lo dejé enseguida. ¿Qué estaba haciendo?

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