VALÈNCIA. Luis Mario ha estado escuchando historias toda su vida. A veces, cuentos fantásticos ligados a la cultura popular cántabra. Otras, chismes que rasgaban personas y que ponían en evidencia la violencia instalada en las conversaciones banales de pueblo. Unas y otras forman parte del mismo universo en su nuevo libro, Calabobos (Reservoir Books, 2025), una novela de “realismo cántabro” —que no mágico.
—La lluvia como algo que cala es la idea que cose todo el libro. Me interesa que profundices en esa intuición de conectar la lluvia con un estado emocional y una forma de opresión que abarca mucho.
—En un primer momento surgió tanto el concepto de calabobos como los propios personajes, que están empapados durante toda la novela, precisamente como un símil de esa violencia que va calando poco a poco en las gentes de esta región sin que se den cuenta. Hablo de ellos, pero también me incluyo. Esa violencia nos va calando sin que seamos conscientes, igual que este tipo de lluvia, que también nos empapa sin que lo notemos.
Al principio estaba muy claro el paralelismo entre el calabobos —esa lluvia imperceptible— y esa violencia invisible. Pero, a medida que avanzaba en la escritura, me fui dando cuenta de que había muchas más cosas que no percibíamos. Además de la violencia, también hay cierta belleza en los paisajes, en las personas, en las formas de mirar... que pasan desapercibidas. Existe una manera poética de ver el entorno que también ignoramos.
Me fui dando cuenta de que este calabobos nos alude en todos los aspectos: desde lo más violento de nuestra naturaleza hasta lo más bello. En Cantabria no somos conscientes de muchas cosas porque estamos rodeados de ellas. No vemos el paisaje porque lo habitamos; no vemos la belleza, ni la poética, ni el folclore, ni nuestras tradiciones. Tampoco vemos la violencia inherente a nuestras gentes.
Al principio me centraba solo en la violencia, pero al avanzar en la novela fui descubriendo otros elementos que no había notado hasta que miré con perspectiva, tanto geográfica como temporal. Cuando salí de Cantabria y pude observar con distancia, me percaté de todo esto: de la violencia, sí, pero también de las tradiciones, de la cultura que tenemos, que siento que más allá de los sobaos y las anchoas, no trasciende. Y es una pena.
—Es una novela sobre el contar. Querría saber más sobre la contraposición entre los cuentos con un sentido casi de fantasía y las historias del pueblo, que tienen cierta verosimilitud.
—A mí me gusta mucho ver Cantabria, sobre todo desde que escribí el libro, como una especie de pseudo-realismo cántabro. No mágico, sino cántabro. Porque siento que en estas atmósferas, en estas tierras, lo místico y lo mitológico muchas veces van de la mano con lo popular. Desde pequeño, en la escuela, nos enseñaban sobre los seres mitológicos, pero no como si fueran parte de una mitología distante, sino como un saber popular más, algo cercano.
A partir de ahí empecé a interesarme por esa relación entre el realismo mágico y el realismo costumbrista cántabro. Por ejemplo, descubrí que la abuela de García Márquez —uno de los fundadores del realismo mágico— era gallega, y él siempre contaba que aprendió a narrar escuchándola. Eso me reafirmó en una sospecha que tenía: que el norte, Cantabria, con su o con la naturaleza, con el folclore y la tradición, está cargado de una energía mágica y mística.
Desde el principio quise contar un relato mitológico más. Un cuento. Y como tal, lo adapté a sus características: una historia sencilla, con carga poética, contada de forma oral. Para mí, era simplemente contar un cuento como lo haría mi abuela.
Mi primer o con la literatura no fue leer ni escribir, fue escuchar. Escuchar cómo se cuenta, cómo se narra. En el caso de mi abuela, me fascinaba cómo mantenía la cadencia, el ritmo, la melodía cuando contaba ciertas historias. Me parece algo fabuloso. Narrar le sale de forma natural, con una capacidad innata.
Por otra parte, la distinción entre lo real y lo fantástico fue muy sencilla, porque en realidad nunca quise separarlas. Para mí, todas las historias que aparecen en el libro son verdad y, al mismo tiempo, todas son mentira. Son cuentos, son chismes, como también se dice en algún momento del libro.
Murante el proceso de edición, muchas veces la editora me preguntaba: “¿Pero esto te lo has inventado?”. Y resultaba que eran verídicas. Y con otras cosas, al revés. Esa ambigüedad, esa línea invisible entre lo real y lo ficticio, es lo que más me interesaba. Y es lo que tienen los cuentos: desde el principio estás dispuesto a creerte todo lo que te cuenten.
—Siguiendo con el tema del contar, aquí hay cuentos, hay chismes que forman parte de la intimidad y que todo el pueblo conoce, y también hay otras cosas que no se dicen, que no se comunican. Esta idea de que todo se puede contar —con la violencia que eso implica— y todo se puede aguantar —con la violencia que eso conlleva— me lleva a preguntarme si el lenguaje o la comunicación constriñen o, al contrario, dan más libertad.
—Una de las cosas más complicadas en esta novela fue escribir historias o verdades sin llegar a escribirlas del todo. El otro día, en una reseña, alguien comentaba que lo interesante de esta historia no es tanto lo que se cuenta, sino lo que no se cuenta. Ese apunte me pareció muy acertado. Porque sí, en esta novela me parece tan importante lo que se dice como lo que se omite. Y lo que en esa reseña se describía como un logro técnico, para mí no lo es tanto: es más bien un reflejo natural de cómo funcionan los chismes y los rumores.
Lo mismo ocurre con las historias del pueblo que aparecen en el libro. Hay tres voces precisamente para eso, para ofrecer tres versiones distintas de una misma historia. Me interesaba mucho esa idea, porque cuando escuchas un rumor, importa tanto lo que se dice como lo que se deja entrever.
Claro, al trabajar con la palabra escrita, eso se complica, porque al plasmar algo sobre el papel estás fijando una única verdad. Pero creo que el uso de esas tres voces ayuda a abrir huecos, espacios entre versiones, que permiten al lector imaginar o especular su propia verdad.

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—¿Cómo está escrito este libro? Lo pregunto porque a veces, al leerlo, parece casi una escritura automática. Pero luego, cuando tomas distancia, ves que no lo es, que hay frases muy lúcidas, muy depuradas. Y cuando te vuelves a acercar, aparecen esas conversaciones que recuerdan al lenguaje de besugos, a un hablar aparentemente caótico.
—Es tal cual lo has descrito. Ahora que lo mencionas, me interesa mucho la idea de la escritura automática. Entiendo que hay diferentes formas de escribir, pero en mi caso sí que considero que la escritura ha de ser automática, si por automática entendemos algo instintivo, casi intuitivo.
Siento que esas frases lúcidas pueden surgir tanto de un razonamiento largo como de una chispa de inspiración. Y la escritura automática, en mi experiencia, favorece esa chispa. En este libro, esa escritura más impulsiva me resultó muy útil, porque me permitía conectar con una parte más instintiva y generar ese lenguaje oral del que hablábamos antes.
Por supuesto, luego hay un proceso de reescritura y edición donde todo se va puliendo. Pero sí, me atrevo a decir que en esta novela, la mayoría de los diálogos y de la narración surgieron de esa forma: de manera impulsiva, como única vía para conectar con lo que, en esa situación, dirías de forma natural, y no con lo que “deberías” decir según ciertos cánones literarios.
—¿Y de dónde vienen las historias?
—La mayoría vienen de mi abuela. Siempre que hablo de la novela la nombro como coautora, porque desde pequeño me contaba cuentos, chistes, canciones, y también anécdotas de su familia y de su pueblo. De ahí nace, en parte, la iniciativa que se menciona en la sinopsis: hace un par de años me mudé a un pueblito de Cataluña y empecé un grupo que ahí se presenta como “taller de escritura”, pero en realidad es una charla. Nos juntamos los lunes a hablar, con un café de por medio. Yo voy tomando nota de las historias que se comparten, con la idea de escribir un libro conjunto, con mis vecinas como autoras y yo como editor.
Esta idea surge de ese mismo placer que sentía escuchando a mi abuela. Y en el taller he confirmado que el mundo está lleno de literatura— perdona si suena fantasioso, pero de verdad lo creo. Muchas veces buscamos la belleza, la literatura o la poética en personas o lugares que se presuponen interesantes o extraordinarios, cuando en realidad estamos rodeados de todo eso. Solo hay que escuchar.
Por ejemplo, hay una historia que contó Roser, una vecina mía y amiga, sobre su madre, que tenía preparada desde siempre la ropa para su entierro. Y decía, muy seria, que si se moría en verano quería que le pusieran esa ropa, pero que si moría en invierno, no, porque pasaría frío. Son cosas que se cuentan como anécdotas, pero que de repente te hacen clic en la cabeza. A veces se dejan pasar, como si fueran chascarrillos, pero cuando las escribes, cuando las pones en una hoja, la gente empieza a verlas como poesía, como literatura.
—Por eso este libro tenía que estar escrito también desde la oralidad, para respetarla más que a cualquier forma de lenguaje.
—Totalmente. El libro es también una reconciliación mía con Cantabria, con mi región. Yo soy de un pueblito cántabro, y cuando me fui a la gran ciudad, a Barcelona, vivía acomplejado por mi origen rural. Igual que muchas personas allí, sentía vergüenza de cómo hablábamos, de los subjuntivos mal dichos, de las palabras toscas. Con el tiempo he descubierto que en lo rural hay mucha belleza, mucha tradición, mucho folclore del que sentirse orgulloso.
Este libro es una apología de lo rural. Hay crítica, claro, pero como podría haber criticado la ciudad. Lo que me interesaba era poner en valor esa identidad, ese carácter, y enmarcarlo. Por eso el lenguaje oral era imprescindible. Habría sido hipócrita hacer una apología de lo rural con una escritura academicista.
Mi intención era colocar ese lenguaje oral en el mismo altar donde a veces se sitúa lo técnico o académico. ¿Por qué un libro tiene que estar escrito en lenguaje académico, si eso lo que hace es limitar la comunicación? Al usar la oralidad, también buscaba democratizar la literatura y hacerla accesible a cualquiera que tenga interés.
—Me interesa mucho el peso explícito que tiene la maternidad en este libro. Llevamos unos años en la literatura española hablando mucho de maternidad, pero el sujeto autoral suele ser la mujer madre, hija o nieta. Tú te atreves a cruzar esa frontera. ¿Qué precauciones has tenido al abordar un terreno que necesita verse desde todos los puntos de vista? Y más en concreto, ¿qué papel tienen los poemas que intercalas?
—Yo siento que esta corriente de la que hablas es muy rica, porque ha traído a la literatura una visión completamente distinta de la maternidad. En mi caso, me atrevo a confesar que no creo que haya sido un tema especialmente bien tratado en el libro, en el sentido de que siento que no tengo las mismas capacidades para abordarlo que puede tener una persona que es madre e hija al mismo tiempo.
Incluso hay un apartado en la novela que dice: “Yo a mi madre la quiero muchísimo, pero ¿cómo lo va a saber si nunca se lo he dicho?”. Creo que eso resume bastante mi posición respecto a la maternidad. He intentado plasmarla, pero me cuesta mucho. Me cuesta entender y expresar esa relación madre-hijo, y más aún transmitirle a mi madre lo que la quiero. Justamente por eso, creo que el libro refleja bien esa dificultad, porque lo hace de forma honesta. El hombre que narra encuentra complicado relacionarse con su madre y expresar cariño, porque no ha sido educado para hacerlo.
En cuanto a los poemas —que son de la hermana del narrador, quien también reflexiona sobre la maternidad y su vínculo con la madre— sentí que eran imprescindibles. Necesitaba otro medio dentro de la novela, además del lenguaje oral, para transmitir la belleza que quería contar. La contraposición entre la oralidad y la poesía me ayudaba a retratar todo esto de una forma más completa.
Los poemas son como cuchicheos de mejillón, esta conversación entre Mariuca y los mejillones. Y ahí, al hacer hablar a los mejillones, me permitía una libertad total. Por eso me apoyé en la poesía, que además es la primera vez que escribo, para contar otra versión de la historia desde una perspectiva más poética.
—Quiero cerrar volviendo al símil del calabobos. Me da la sensación de que el tiempo y el espacio en el que sitúas la novela están muy abiertos. Hay una referencia a la Guerra Civil, pero no sabemos exactamente cuándo transcurren los hechos. ¿Querías precisamente mantener esa ambigüedad para reforzar la idea de que este calabobos es algo permanente?
—Sobre todo con el tiempo me interesaba mucho mantener cierta ambigüedad. Es verdad que podría ubicarse en una época concreta, como has dicho, pero no quería ahondar en eso porque siento que los problemas sociales que se narran —las discriminaciones hacia colectivos minoritarios, por ejemplo— no son cosas del pasado. No quería que el lector se desligara de esas violencias pensando que ya no ocurren. Me interesaba que conectaran con ellas como si fueran del presente, que hicieran autocrítica desde el ahora.
La falta de localización responde, en parte, a un miedo personal. Como he dicho, muchas de las historias son ciertas, y temía que al ubicarlas claramente en un lugar, se pudieran identificar personas reales. También esa falta de localización también me permitía jugar con elementos de ficción, como colocar una montaña aquí y un mar allá sin que nadie lo cuestione.
Y, por último, hay una anécdota que me marcó: mi madre me dijo que leyó el libro dos veces, pero solo disfrutó la lectura en la segunda. La primera vez, estaba temerosa de encontrarse con nombres conocidos o alusiones personales. Eso me pareció muy revelador, porque muestra ese miedo que sigue existiendo en los pueblos a que se cuente, a que se nombre, a que se diga la verdad. A que ese calabobos se haga visible, se ponga sobre el papel, y de repente todos se den cuenta de que estaban empapados sin saberlo.