Opinión

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Divinas Palabras

El funcionamiento de la vida

¿Cómo se vive en València en tiempos de paz? No se lo preguntéis a un concejal; preguntádmelo a mí, que me pateo sus barrios

Publicado: 23/02/2025 ·06:00
Actualizado: 23/02/2025 · 06:00
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El bar Holanda está en la calle Tomás de Villarroya, cerca de la Cruz Cubierta. Me he sentado en la terraza y le he pedido un cortado al dueño. Es chino. La mayoría de los bares están en manos de chinos. Se han quedado con gran parte de la hostelería de València. Antes me negaba a consumir en sus establecimientos; hoy me he olvidado de semejantes escrúpulos. La realidad se impone a los deseos.

Dos veinteañeros beben cerveza. Uno de ellos —el mayor, barba recortada, cejas depiladas, reloj de acero y chándal— le dice a su colega: «Tengo un porrillo guardado de la semana pasada…». Detrás escucho a dos mujeres no demasiado jóvenes. Hablan de enfermedades. El bar Holanda ofrece «cien chupitos y cócteles especiales». Un cartel avisa a la clientela: «Este lugar se encuentra monitoreado por cámara de vigilancia». Hay cámaras por toda la ciudad. Es extraño que ningún guardia me haya pedido la documentación. En España todo está regulado, pero casi nada funciona.   

La punta de mi botín derecho está manchada de barro. Algún desaprensivo me pisó en el autobús. De un brinco me subí a él. Iba a tope. Un grupo de pasajeros se quedaron en tierra, en Paiporta. Me agarro a la barandilla como puedo, e intento esquivar los codos de los viajeros. Es sábado, día de compras y comidas navideñas. Yo también he quedado a comer con unos compañeros en el restaurante Navarro.

 

Paseo por la ciudad y tomo notas de lo que veo. Caminar, observar y escribir. Ese era el consejo del maestro vallisoletano para un periodista. Quiero saber cómo se vive en los barrios, en vísperas de la III Guerra Mundial. Camino por la avenida Primero de Mayo, bajo por la calle Carteros, me detengo en la plaza Santiago Suárez —donde hay una niña columpiándose—, cruzo la calle del Miño hasta alcanzar la de Uruguay. ¿Qué veo? Ancianos apoyándose en andadores, ancianos empujando carros de la compra, ancianos conversando de operaciones. Solitarios paseando a perros. Repartidores de Glovo. Clientes entrando en supermercados. Varones españoles mendigando en la puerta. Bares, infinidad de bares, fruterías de paquistaníes, gimnasios, peluquerías, estancos, istraciones de lotería, farmacias, ópticas, panaderías, alguna inmobiliaria, bazares en penumbra, locales para enviar dinero a Colombia, talleres, zapaterías de calzado barato. Y una ferretería. Echo en falta tiendas de ropa, muebles e iluminación, y alguna librería. Apenas quedan quioscos.   

La avenida Giorgeta es frontera entre la Valencia humilde y la acomodada. Se ve en cómo viste la gente; se multiplican los centros de estética «avanzada», las clínicas dentales y las de fisioterapia; también cambia el nombre de los negocios. Los gimnasios son ‘gym y fitness’, los bares son tabernas ‘gourmet’ y las cafeterías son ‘coffee and bakery’. Todo es más cuqui en Abastos. Veo a los primeros turistas. Pisando la dudosa luz del día, llego a la avenida del Oeste. Me detengo en los puestos navideños. Entro en El Tostadero. Apoyo los codos en la barra de zinc y pido una caña. Me la sirve un camarero extranjero. Me gustan los bares clásicos. Tengo cuidado en no caerme por las escaleras que suben a los servicios. La tapa del váter acaba en el suelo.

En el Ensanche todo sigue igual. Miles de personas satisfechas de sí mismas tardean en las terrazas. Larga cola para entrar en Vessel, en Almirante Cadarso. En el café Balli estoy fuera de lugar, entre melenas doradas y copas de gin-tonic. Salgo a la calle para respirar. Una rubia, probablemente moldava, minifalda y botas hasta la rodilla, me ofrece una tarjeta de Golden’s. ¿Tan viejo me ha visto como para invitarme a una discoteca especializada en público otoñal? ¿Acaso tengo cara de apretar mi cintura con la tuya bailando el último hit de Georgie Dann?

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