Series y televisión

Un apocalipsis que no sea espectacular: sobre la importancia de imaginar otro fin del mundo

  • John Magaro interpreta a Cookie en 'First Cow’

VALÈNCIA. Ayer eran “La película que predijo el coronavirus y lo que podría pasar después” o “‘Contagio’: La película de Jude Law que predijo el coronavirus”. Hoy son “La serie de Netflix de solo 6 episodios que imagina un apagón como el de España” o “‘Apagón’, la serie española que predijo todo lo que nos ha pasado este 28 de abril”. A estos idénticos titulares formulados para contentar al algoritmo –quienes los escriben no tienen la culpa–, los separan unos cuantos años, pero les conecta una pulsión común. 

 

Cuando ocurre algo absolutamente extraordinario, algo que se escribe directamente en los márgenes de las páginas de nuestra cotidianidad, buscamos respuestas. Y solemos hacerlo de forma urgente y desordenada. Como náufragos en busca de tierra firme, somos “Los supervivientes miran hacia atrás y ven presagios, mensajes que se perdieron. Recuerdan el árbol que se murió y la gaviota que se estrelló contra el capó del coche”, escribía Joan Didion en El año del pensamiento mágico

 

Una vía clásica para encontrar respuestas es la fe. Otra, la conspiranoia. Y otra, mucho más recurrente en la actualidad, es ver señales en la ficción contemporánea, entenderla como una bola de cristal a la que no supimos hacer caso, como en los recientes casos de Apagón, la serie antológica de Buendía Estudios para Movistar Plus+, o el Día cero de Eric Newman y Noah Oppenheim para Netflix. Pero… ¿limita esto nuestra imaginación? ¿Por qué todos los apocalipsis se parecen tanto?

 

  • En la tensa ‘Apagón’, una tormenta solar deja sin electricidad a toda España -

 

La respuesta política al fin del mundo

 

Es curioso comprobar que, desde inicios del siglo XXI, la producción audiovisual sobre el fin del mundo se ha multiplicado. Evidentemente, la producción audiovisual y su distribución en un mercado global hiperconectado también es ampliamente mayor, no es casualidad que cada vez sea más habitual llamar ‘contenido’ a  las películas y series. Pero hasta en esto hemos caído en la trampa del lenguaje mercantilista: antes el vocablo estaba limitado a ejecutivos y empresarios del audiovisual, que vendían su ‘producto’ como ‘contenido’. 

 

El caso es que en un rápido vistazo a la etiqueta ‘Fin del mundo’ en Filmaffinity, vemos que el portal contabiliza películas con este ‘topic’ ya desde 1916 con Verdens undergang, película danesa inspirada en el miedo real que provocó el paso del cometa Halley. Pero si sumamos todas las películas catalogadas como tal en este agregador de críticas español, durante todo el siglo XX suman exactamente la misma cantidad que las estrenadas solo el año 2013, año en el que se cuentan las comedias Bienvenidos al fin del mundo, Juerga hasta el fin o la española Al final todos mueren

 

Hablamos de títulos que versan sobre cómo termina todo, los postapocalípticos son harina de otro costal. Pero resulta que si entramos en la etiqueta ‘catástrofes’, no sorprende descubrir que ocurre lo mismo. Aunque la tendencia se agudiza un poco antes, en 1996, encuentra su pico en los mismos años, 2012 y 2013, resaca de la crisis de 2008. Sea como fuere, existe una característica común en la mayoría de títulos: el fin siempre es espectacular. Llega en forma de meteorito, de invasiones extraterrestres –que eximen de culpa al ser humano–, o a modo de violentísimas y gigantescas respuestas naturales al cambio climático en forma de catástrofes y pandemias –que lo culpabilizan–. 

 

Curiosamente, la respuesta política al fin del mundo solía ser esperanzadora, confiaba en el ser humano, en una serie de individuos que podían hacerlo mejor. El sacrificio de Harry Stamper en Armageddon, o el mismísimo presidente de los Estados Unidos atacando la nave extraterrestre de Independence Day daban buena cuenta de que quien podía tomar cartas en el asunto de salvarnos, lo hacía. Hoy, en cambio, la ficción audiovisual muestra síntomas de ser más incrédula. 

 

Cuando los científicos de No mires arriba le comunican a la presidenta de los Estados Unidos que un meteorito potencialmente asesino de la humanidad se acerca, ella se pregunta: “A ver, ¿Cuándo son las elecciones al Congreso? En tres semanas. Si esto surge antes, perderemos el Congreso y entonces ya no podremos hacer nada. En este momento propongo que aguardemos y evaluemos”. Es decir, la respuesta política era hacer: nada. 

 

En el primer episodio de Apagón, el que dirige Rodrigo Sorogoyen, ante la posibilidad de que una gran tormenta solar deje sin electricidad a todo el país, un asesor de la Ministra de Defensa dice: “Para nosotros es importante controlar el relato. Vamos a decir que estamos trabajando en todos los escenarios. Somos transparentes con lo de Europa, porque nadie está haciendo nada. Por eso es esencial tranquilizar. No se puede alarmar a la gente sin un motivo real, y un riesgo posible no es un motivo real. Nosotros tenemos que tranquilizar y trabajar, porque si pasara lo que nadie quiere que pase, que es impensable, ¿A quien culpas de lo impensable?”. Es decir, que es importante escurrir el bulto para no cargar con el muerto –que en el subgénero apocalíptico venimos a ser toda la humanidad–. 

 

 

Hacia otras ficciones apocalípticas

 

Esta es la ficción que miramos cuando intentamos encontrar señales para interpretar el mundo en el que vivimos. Aquello que predijo esto, y que por tanto pasó así. Cierto es que, tras la pandemia, la crisis energética y la guerra en suelo europeo, la erupción de un volcán, una dramática DANA y un apagón nacional, corremos el peligro de naturalizar lo extraordinario. Pero también lo es que la ficción a la que nos aferramos para comprender lo incomprensible está llena de fuegos de artificio que nada tienen que ver con la realidad.

 

El día 28 de abril, ante el apagón total, la playa de la Malvarrosa estaba a rebosar de personas tomando el sol, mis vecinos del Cabanyal se preguntaban unos a otros si necesitaban algo. En mi escalera, uno le calentó la leche a una señora mayor. Otro puso la radio a pilas en la calle. Unos familiares que no podían cocinar en su vitrocerámica, bajaron a casa de sus vecinos con cocina de gas y comieron juntos. Servidor hizo varios kilómetros en bici, y se encontró con un tráfico de lo más comprensivo y civilizado a pesar de no tener semáforos. Los coches circulaban atentos y sin agresividad, las bicis iban más despacio. No había riders que se jugaran la vida por llevar caliente una hamburguesa a nadie. 

 

El periodista Ignacio Pato escribía en Bluesky: “Tras el apagón, quedan más historias costumbristas que una mala peli apocalíptica. En los momentos delicados la gente se preocupa por los demás y ayuda·. La editora de Sembra Llibres, Mercè Pérez, se pronunciaba parecido: “Jo he vist pel carrer gent super amable ajudant a gent a obrir persianes, gent conduint sense pressa amb moltíssima precaució i gent que es trobaven pel carrer preguntant si algú necessitava res. En general, en moments de pànic, les persones responem amb empatía”. 

 

  • Películas etiquetadas con el ‘fin del mundo’ en el agregador español Filmaffinity -

 

Se me ocurre que para evitar el efecto Pigmalión que puede producir el audiovisual contemporáneo, es decir para evitar interpretar que la respuesta política sea hacer nada, igual tenemos que generar nuevas ficciones sobre el fin del mundo. Narraciones que tengan que ver con ayudar a los demás o con vivir de otra forma, más pausadamente, como Perfect Days. O películas que pongan en el centro los cuidados y el mantenimiento de formas de vida no humanas, como First Cow

 

La manida proclama de que es más difícil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo se revela aquí sentencia condenatoria y profecía autocumplida. Pero puede que esto sea así porque el imaginario que utilizamos para ello sea profundamente capitalista. El cine sobre el fin del mundo ofrece explosiones gigantescas, muerte y destrucción por doquier. Extraterrestres asesinos, grandes meteoritos, gases mortíferos. Trascendentales sacrificios de héroes –hombres– hechos a sí mismos, pero pocos gestos de amabilidad cotidiana y empatía colectiva. Es espectacular, tiene un montaje frenético, quiere velocidad e imágenes apabullantes. Da miedo. 

 

Y hay pocas cosas más paralizantes que el miedo. En inmovilista por naturaleza, invita a no hacer nada para asegurar la supervivencia. Layla Martínez escribía en Utopía no es una isla: “La desesperanza es pura propaganda. El cambio es difícil, pero no imposible. Quizá lo que nos toque sea imaginar esa posibilidad, pensar en cómo es la sociedad que queremos y cómo llegaremos a ella”. Tal vez así podamos cancelar el apocalipsis, que diría el mariscal Stacker Pentecost de Pacific Rim

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