Javier Cercas acaba de publicar su último libro. Lo ha titulado “El loco de Dios en el fin del mundo”. El loco de Dios es el papa Francisco. El fin del mundo es Argentina. O podría serlo Mongolia, a donde viajó el autor para acompañar al Papa en su visita a aquel país de apenas 1500 católicos. Una obra difícil de clasificar pero que Cercas, -autodeclarado ateo y anticlerical-, conduce con brillantez, exponiendo la que quizás sea la no-biografía más reveladora de un pontífice sencillo en apariencia. En apariencia porque, de hecho, su vida ha estado zurcida por su vocación jesuítica, su condición de argentino, la influencia del Vaticano II, las posiciones de la iglesia latinoamericana, su responsabilidad eclesial en los tiempos de Videla y aquella maldita Junta Militar y por esa inextricable mezcla de ideología y estado de ánimo que es el peronismo. Un Bergoglio que, con la elevación de la pobreza, la misericordia y el discernimiento, ha relevado el eurocentrismo y estirado la presencia de la Iglesia hacia las periferias del planeta.
Recordemos que la llegada de Francisco al papado se produjo en uno de los momentos más angustiosos vividos por el catolicismo contemporáneo. Fruto de una decisión insólita: la renuncia de Ratzinger adoptada, a su vez, tras la isión por Benedicto XVI de su impotencia ante la corrupción de las finanzas vaticanas, la revelación de los abusos a menores en multitud de diócesis y colegios religiosos y su fundada desconfianza hacia quienes, en lugar de apoyarle, desbancaban sus iniciativas y vendían sus secretos al mejor postor.
Aquella Iglesia desnortada necesitaba de una personalidad muy distinta y la encontró en Francisco. La existencia de zonas críticas en su biografía se despejará con el paso del tiempo y el afloramiento de verdades todavía veladas. Pero, en estos momentos de balance necesariamente impreciso, se constata que la voz fuerte de Francisco dio respuesta a demandas desatendidas o descuidadas. Comenzando por la propia organización de la burocracia vaticana, tan precisada de profesionalidad y tan sembrada, por el contrario, de canales laberínticos, aprovechamientos oportunistas, facciones personales y mantenimiento de actitudes soberbias hacia diversas piezas de la Iglesia universal. Pese a ello, no puede decirse que el camino esté recorrido: las organizaciones generan anticuerpos contra quienes las atacan y la reforma de la Curia conocerá hitos de avance, pero también constituirá un proceso de prolongado alcance.

- El Papa Francisco. -
- Foto: ALESSIA GIULIANI/P/EP
Otras semillas han germinado, durante este tiempo de papado, con una visibilidad más fácilmente identificable. Basta repasar los viajes al exterior de Francisco para comprobar con facilidad cuáles han sido sus prioridades: las sedes eclesiales más remotas, las tierras de misioneros y de otros muchos “locos de Dios”, tal como Cercas los identifica: un reproche sutil al “occidentalismo” dominante en la vida histórica de la Iglesia. Y, de puertas adentro, el impulso al sidonalismo, esto es, a la reducción de los poderes atribuidos a la jerarquía interna e individualizada de la Iglesia mediante la integración asamblearia o sinodal de voces diversas, de puntos de vista que, mediante el diálogo sincero y respetuoso, confluyan en síntesis más ricas en matices y sólidas en convicciones universales.
Un sidonalismo que ha enlazado con la percepción, por Francisco, de un clericalismo nocivo para el orbe católico: aquél que sitúa el monopolio del poder de dirección y decisión sobre los creyentes en los funcionarios de la organización eclesial, como si la obediencia y no la fraternidad fuera la argamasa de la Iglesia. Como si la sabiduría, el conocimiento y la experiencia humana residieran únicamente en los púlpitos. Como si la mayor distancia entre jerarquía y pueblo fuera lo más deseable cuando se ha visto, -por ejemplo en los escándalos por abusos sexuales a niños y adolescentes-, que esa sensación de poder conduce a las peores manifestaciones de la corrupción.
La voz del papa fallecido ha retumbado, asimismo, frente a otras humillaciones de la dignidad humana; así ha sucedido ante la pobreza, los inmigrantes y refugiados; la gente sin voz que, a menudo, es mirada sin ser vista. Una voz contra las desigualdades económicas, territoriales y sociales que ha incluido por primera vez, en una encíclica, el desgarro que padece el planeta a consecuencia del cambio climático y de los atentados contra la biodiversidad y la capacidad regeneradora de la nave que transporta y sustenta la vida humana. Una voz, la de Francisco, de particular necesidad en este cambio de época presidido por la emergencia de gruñidos autoritarios, negacionistas y egocéntricos; voces despiadadas que ahogan la solidaridad, la sabiduría y la empatía en las aguas de una debilidad desechable.

- El Papa Francisco abrazando a una niña. -
- Foto: ALESSIA GIULIANI/EP/O
¿Era particularmente progresista el papa Francisco? Quizás lo ha parecido más de lo que en realidad era porque parte de su protagonismo se ha debido a que otras piezas del mundo se han desplazado hacia posiciones extremas que parecían superadas. Posiciones de un nacionalismo exacerbado por vísceras que se exaltan más con el fanatismo que con el conocimiento. En cualquier caso, esa voz era necesaria en un tiempo en el que a algunos poderosos les molesta la pobreza, la compasión y hasta la paz. Estremece la sola idea de que el papa venidero reedite la política pusilánime y transigente de Pío XII ante el fascismo y el nazismo, como retrata David Kertzer en su libro “El Papa en guerra”.
Mucho menos concluyente ha sido el progresismo de Francisco si se valora a partir de su posición en asuntos como la presencia de la mujer en la Iglesia. Pese a los ejemplos en sentido contrario que ha impulsados, continúa siendo la gran asignatura pendiente. Una Iglesia justa no parece que pueda construirse manteniendo el machismo estructural que ahora impregna sus cimientos. La mujer supone la mitad del universo humano, la mitad de la sabiduría y, muy probablemente, bastante más de la mitad de los afectos que cohesionan a las personas y neutralizan sus peores pasiones. Ignorar esa realidad con empecinamiento supone una directa ofensa a la dignidad que la mujer merece como ser humano. Superar esa brecha y agudizar el empuje de Francisco puede ayudar a que, en un mundo en el que los valores más nobles se subastan a la baja, la labor de la Iglesia sirva a los creyentes y no resulte indiferente a los demás.