No, Elon Musk no llora y resulta improbable que lo haga. Ni siquiera su expulsión del equipo de Donald Trump (“you are fired”) le ha llevado a la congoja, aunque sí al cabreo. Su reacción ante la ley fiscal que se debate en el Capitolio, apoyada por Trump, revela la dimensión de su ira y frustración. Pese a los profundos recortes que introduce en el gasto federal, a Musk le parece muy poco. Su motosierra es más grande, tiene que ser más grande que la de Milei. Mayor que la de cualquier político del mundo, incluido Trump. No otra cosa cabría esperar de quien, siendo la persona más rica del planeta, padece una descomunal alergia hacia el sector público que, en principio, comparte con el presidente americano. Ese sector que, para ambos, representa parasitismo, despilfarro y latrocinio. Todo lo contrario de su esfera propia, aparentemente sembrada de eficiencia, innovación y capacidades visionarias.
¿Cómo este “dechado de virtudes privadas”, tan ensalzado por Trump durante meses, ha terminado en la cuneta de la istración americana? Podría hablarse de un choque de egos entre dos hombres que rivalizan en narcisismo. Cada uno de ellos se ama a sí mismo con una intensidad patológica y se entienden mutuamente en la medida en que sus ideas y objetivos coinciden. En la medida en que no surjan fricciones de difícil o imposible resolución que exijan un acto de autoridad que sólo Trump puede imponer por su posición institucional, como así ha sucedido.
Para un libertario extremo y auto-enamorado, como Musk, tal circunstancia representa una humillación. Para su ego, de dimensiones planetarias, una vejación insoportable. No debería sorprender que, de esta desavenencia, nazca algún propósito de venganza, aunque su alcance quizás lo atempere, -o no, hay patologías indomables-, la necesidad que tiene Musk de la istración estadounidense. ¿Contradicción? ¿Un libertario extendiendo el cazo hacia el dinero del sector público? Por supuesto. Marina Mazzucato ya puso de manifiesto, en “El Estado emprendedor”, las múltiples ventajas que para la empresa privada ha supuesto la actividad del sector público y sus transferencias a aquélla. Las investigaciones básicas y aplicadas realizadas, las patentes puestas a disposición de las firmas, la creación de redes como Internet, el apoyo a la I+D empresarial y la innovación espacial y sanitaria, son ejemplos de ello. Sin olvidar el desarrollo de infraestructuras económicas y las concesiones istrativas que garantizan el monopolio temporal de ciertos servicios.
En este marco de interdependencias mutuas, que los ya clásicos neoliberales y los libertarios modernos ignoran sistemáticamente excepto cuando les beneficia a título individual, resulta que Elon Musk necesita de la Nasa, -y de los contratos de ésta-, para mutualizar las inversiones más arriesgadas de la nueva carrera espacial y limitar, de este modo, el riesgo asumido por su empresa SpaceX. Y, con bastante probabilidad, precisará del apoyo público para que los Tesla soporten la competencia china o para que se materialice la infraestructura de información y seguridad que reclama la introducción del vehículo plenamente autónomo.
Pero, regresando a la indignación que le aleja de la Casa Blanca, quizás Musk encuentre algún consuelo en el hecho de que su fracaso en la introducción del minimalismo público ya tuvo un precedente en Margaret Thatcher cuando, llevada de una fiebre similar a la de Trump, encomendó la reducción de la burocracia británica a un alto ejecutivo de la cadena Mark Spencer. Un encargó que desembocó, como ahora, en un breve y fracasado intento. ¿Tan poderosos son los organismos integrantes de una istración pública? En realidad no; lo que sí ejerce fuerza es, en primer lugar, la reacción de los principales responsables de los departamentos afectados por los recortes de empleados y presupuesto. De hecho, Elon Musk entró en rápido conflicto con algunos de ellos, asimismo nombrados por Trump, cuando contemplaron que las tijeras del dueño de X irrumpían en su territorio istrativo sin que mediara concertación ni siquiera aviso alguno. Resultó que reducir el perímetro de los departamentos públicos implicaba la anulación de políticas activas. Una consecuencia que afectaba directamente al poder de decisión de sus responsables, molestos hasta las ingles por las decisiones unilaterales de Musk y sus destroyer boys.

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- Foto: VUK VALCIC/O EUROPA PRESS
Un segundo efecto que tampoco pareció interesar a Musk, pese a su trascendencia, fue la reacción de los destinatarios de las políticas públicas cercenadas, en particular si eran ciudadanos y votantes estadounidenses. Quizás no fue tan complicado dinamitar la ayuda humanitaria a terceros países, pese a sus terroríficas implicaciones, -millones de vidas humanas amenazadas a lo largo del mundo-, como lo está siendo el ataque a la investigación pública y la actividad universitaria u otros programas sensibles: decisiones que incitan una lógica reacción de protesta de la que forman parte importantes creadores de opinión y, aunque sea discretamente, las empresas que intervienen como proveedoras de bienes y servicios vinculados a la ejecución de las políticas públicas desechadas o mermadas.
El fracaso de Musk en su cruzada libertaria supone un toque de atención para quienes, también en la Comunitat Valenciana, creen desde su ignorancia que serían capaces de eliminar, rápidamente, todas las bolsas de ineficiencia, derroche y clientelismo que atribuyen a las istraciones públicas. O bien para quienes, con la fe del carbonero, se integran en gobiernos que confunden una reforma “liberal” de la istración pública con la mera reducción de intervenciones istrativas o la delegación de éstas en entidades externas; todo ello sin que, simultáneamente, se refuerce el poder de inspección de un sector público que, no por confiar más en terceros, debe caer en la estupidez de ignorar la existencia, entre estos últimos, de posibles vultúridos. En tales casos no es el afán de libertad lo que mece la acción humana, sino el afán de parasitar la hacienda pública, crear monopolios y, a ser posible, obtener información privilegiada.
Son consecuencias de este tipo las que deben prevenirnos como ciudadanos frente a quienes toman lo público al asalto como si ganar unas elecciones les autorizara a patrimonializarlo. Son estas y otras consecuencias las que merecen que nos preguntemos qué diablos nos pasa para que sean personas despiadadas, ignorantes, ególatras, codiciosas y de castrada empatía las que marcan el ritmo de nuestro tiempo y amplifican nuestras incertidumbres.