Opinión

Revista Plaza Principal

El dedo en el ojo

Mi superioridad moral

Lamentablemente, no soy mejor que ellos; soy, a veces, peor. Lo que siempre he reprochado se me ha inoculado: la puñetera superioridad moral

Publicado: 31/05/2025 ·06:00
Actualizado: 31/05/2025 · 06:00
  • Marcha neonazi celebrada en 2021 en Madrid con motivo del homenaje a los caídos de la División Azul.
Suscríbe al canal de whatsapp

Suscríbete al canal de Whatsapp

Siempre al día de las últimas noticias

Suscríbe nuestro newsletter

Suscríbete nuestro newsletter

Siempre al día de las últimas noticias

Un niño pequeño hace sonar reiterativamente su flauta ante la insistencia de su padre. El niño grita algo ininteligible. No reconozco quiénes son. Puede que el hijo y el nieto de… Los patios de luces de edificios como el que vivo tienen una acústica especialmente buena. Me tengo que ir a trabajar pero, de repente, ese niño, que deberá rondar los diez años, interpreta una melodía que me resulta conocida. Joder, me defeco en su puto padre. Es el Cara al sol. Abro la ventana de la cocina para, cual viejo cascarrabias, afear el momento paternofilial a grito pelado. Mi mujer, rauda y veloz, salta para inocularme serenidad, y con razón. Es más, me recuerda que, en tema de educación hogareña, nadie puede ir dando lecciones por ahí. Porque, por mucho que tú te creas que haces cosas bien, seguro que hay alguien que piensa que las hace mejor que tú, y que te puede dar lecciones. Suelen ser de los que reparten carnets de buen patriota, de feminista o de lo que sea. Eso es, lector avispado: la superioridad moral. Esa creencia subjetiva por la que crees estar mejor formado, tener valores mejores que el otro o ser más recto que nadie. Vuelvo.

No es la primera vez que vivimos una experiencia similar; en un cumpleaños, una chavalada que rondaba los once años empezó a entonar el mismo himno con el brazo levantado en un establecimiento público. Estaban sin sus progenitores, con lo cual el merecido reproche sí que fue realizado, con contundencia, por los que estaban al frente de esa fiesta. Uno de los bros también había intentado parar la gracia.

Lo cierto es que parece que reprobar es lo único que se puede hacer ante estos casos, porque cantar el Cara al sol es un ejercicio legítimo de la libertad de expresión. La apología neonazi tampoco hace daño. No lo digo yo, lo dice la Ley de Memoria Histórica española. Esto no es como en Alemania, amigos.

Vaya. Estoy sintiendo cómo varios de ustedes, queridos lectores, han abandonado la lectura de este artículo, espetando entre dientes: «Ya está el progre de los cataplines dando por vía anal, con Franco y tal». Pero nada más lejos de la realidad. Por favor.

A ver, que sí, que pelín progre soy. Bueno, y, si me permite, usted también. Coincidimos, seguro, en defender los derechos civiles, la igualdad, la libertad y la justicia. Pero, a lo mejor, no soy tan progre como los que ahora dicen ser progres. Y también, le reconozco, que soy pelín conservador para según qué materias. Pero, a lo mejor, no soy tan conservador como los que ahora van de ese palo.

No, no iba por ahí, retomando el escrito. Iba por otro lado, aún peor. El de la superioridad moral (en adelante, SM). Tan propio de la izquierda elitista, sí, pero achacable, también, a los de la derecha. Una SM indeseada, involuntaria, creo. La que me hace pensar que ese progenitor es un puto descerebrado por meter esas ideas en la cabeza, aún inocente, de ese niño. Pero esa SM me sobreviene constantemente. Como con la madre que lleva a su hijo a manifestaciones junto a sus colegas y, en la cola de la marcha, van pidiendo que un político se quede sin piernas y sin cabeza, y ella, repitiendo la consigna con su nena a hombros, con cara de estar de fiesta y cantando a dúo las salvajadas. De verdad que, por muy merecida que sea la crítica política o ética y, por supuesto, esta lo era —aún sigo flipando porque no haya dimitido Mazón—, lo que, mi SM me indica es que lo que no se puede hacer es marcar de esa manera a tu prole. Ellas y ellos ya se darán cuenta de quiénes son sus madres y padres. No son tontos. Pero los puedes convertir en tontos. Pues endosarles tus fobias, tus extremismos, tus mierdas y tus glorias no parece la mejor idea. Claro que deben ver unos valores, pero me temo que, en algunos casos, lo deseable es que los hubieran conocido nunca.

Mi SM me hace pensar cosas que no puedo verbalizar ni escribir. Y de poco serviría. Porque no se puede hacer un examen antes de tener sucesores, ni se puede hacer otro para poder votar, ni se pueden prohibir grupos de WhatsApp de los coles, donde hay para bombardear con grandes dosis de SM. Aunque sí hay leyes para que los menores no beban, no hay prohibición de darles la más potente arma de destrucción masiva que se está desarrollando hasta límites peligrosos: el puto móvil.

Quiero salir de ahí. No quiero sufrir esa enfermedad tan propia de los que no ven más allá de su mirada corta y rencorosa. No quiero esa SM. Me gustaba enriquecerme con las ideas de los demás, discrepar, discutir, argumentar. No quiero juzgar, aunque de joven lo hacía. Prejuzgaba, más bien. No quiero, pero no me curo. La SM es una droga de las buenas. Tendré que volver a fumar.

  • -

* Este artículo se publicó originalmente en el número 126 (mayo 2025) de la revista Plaza

Recibe toda la actualidad
Valencia Plaza

Recibe toda la actualidad de Valencia Plaza en tu correo